Sunday, November 8, 2009

Una ojeada a la cuestión del SME

08 Nov 2009
La cuestión del Sindicato Mexicano de Electricistas, vista desde lejos y sin mayor detenimiento, invita a la inmediata simpatía –o repudio— por una de las dos versiones del cuento. Sin embargo, después de papalotear un rato en el asunto –muchos sin proponérnoslo, dado su atosigante éxito mediático—, éste empieza a adquirir matices y distingos que, en la apresurada lectura de panfletos políticos, pudieron no haberse advertido. Resultó que, otra vez, el malo no era tan malo, y el bueno tampoco lo era tanto.
Empezó todo con una disputa por la dirigencia del sindicato entre Martín Esparza, del grupo Unidad y Democracia Sindical, y Alejandro Muñoz, del grupo Transparencia Sindical. La Secretaría de Trabajo, a la que corresponde asignar la toma de nota, negó el triunfo a Esparza y anuló la elección alegando anomalías (no correspondía el número de votos con el de votantes adscritos) en el proceso. Esto ocurrió el lunes 5 de octubre; el sábado siguiente, policías federales ocuparon las instalaciones de Luz y Fuerza del Centro. En una edición extraordinaria del Diario Oficial de la Federación, al día siguiente, se anunciaba el decreto de extinción de LFC. En éste se describe, echando mano de un largo despliegue de cifras capaces de cimbrar la conciencia de hasta el más indiferente de nuestros conciudadanos, una compañía ya insostenible. Un par de ejemplos; los costos operativos de la paraestatal representaban casi el doble de sus ingresos; del año 2003 al 2008, la empresa generó 235,738 millones de pesos en ventas, al mismo tiempo, el costo de su mantenimiento fue de 433,290 millones de pesos. Durante este periodo, las transferencias presupuestales a la paraestatal ascendieron a más del 200%. A LFC se le roba, sistemáticamente, alrededor del 30% de la energía que distribuye; con un tino político digno de aplaudirse, en el decreto se comparó lo anterior con los robos a la CFE, que no alcanzan ni un pírrico 10%, y se señaló, eso sí, con hinchado ahínco, que todas las transferencias de dinero público a la empresa no iban destinadas sino a malgastarse en “sostener privilegios y prestaciones onerosas de carácter laboral”; es decir, en sostener al sindicato. Así, se tiene la desaparición de una paraestatal oficialmente justificada por las tropelías de su sindicato; en palabras del secretario de Gobernación, lo que los llevó a extinguir LFC fue “la imposibilidad de seguir proyectando por la vía de los acuerdos con el sindicato la modernización de la empresa”.
Ahora, no es para sorprenderse que, al calor de semejante fenómeno político, la pretensión de objetividad sea una que raye en el disparate, y por eso, a la hora de la repartición de culpas, nadie parece dar pie con bola. Maticemos, pues. Muchos de los vicios que mantuvieron a la paraestatal operando en números rojos son responsabilidad gubernamental; la Presidencia o la propia Sener por ejemplo, nunca cubrieron sus millonarios adeudos por el consumo de energía; incluso se condonaron deudas del Estado de México y de Hidalgo. La existencia de una cartera vencida de 7 mil millones de pesos, así como las pérdidas por el establecimiento de tarifas especiales son factores que, por más piruetas que se les haga dar, no pueden achacársele al sindicato. En marzo de 2008, la empresa firmó con el SME un convenio de productividad; en éste se incluían varias metas e indicadores para mejorar la calidad del servicio, por ejemplo, el tiempo para el restablecimiento del suministro tras los cortes por falta de pago. En diciembre de 2008, el grado de cumplimiento de las metas establecidas en el convenio era del 93.8%, lo que obliga a la pregunta, quizá bobalicona: suponiendo que las metas propuestas por el gobierno fueron consideradas con miras a superar la ineficiencia de la empresa, y éstas se cumplieron, ¿No es responsabilidad, al menos en importante medida, del gobierno la bancarrota de su empresa?1 Ahí le dejo.
El sindicato. Se me ocurre, para ahorrarme una explicación abultada, simplemente aludir al hecho de que su dirigente tiene caballos criollos y un lienzo charro en su propiedad. Si ésa no es opulencia y un indicio incontrovertible de que –al amparo de un contrato colectivo y de un discurso de, digámoslo con franqueza, irresistible timbre emocional, en el que el sindicalismo protagoniza la lucha contra el mal— se cobijan verdaderos privilegios, de plano me escapa qué sí lo sea. Ahora, claro, como bien se precipitó en señalar la izquierda, las anteriores no son monerías exclusivas del SME, y todos los organismos sindicales tienen su lista – unos más grande que la de otros— de desfachateces. El anterior no debiera ser, ni por asomo, argumento válido para la defensa del SME, y a la izquierda debiera corresponder atacarse, de forma indistinta y no selectiva, a los privilegios. Si la izquierda no alcanza a apreciar en todo esto el despliegue de una agenda progresista, la de acabar con los privilegios y la opacidad sindicales, ésta quedará, creo, como un sector insólitamente conservador; uno que defiende el status quo, lo que le funciona, lo que le reporta votos y recursos.
Para cerrar, el caso de LFC era, creo yo, el de una paraestatal que, para todos los efectos prácticos, pertenecía antes a su sindicato que al Estado. Esto porque, como en tantos otros casos en nuestro país, el que debiera ser el móvil de las estructuras paraestatales – brindar el servicio que les es encomendado—no viene sino en un tercer o cuarto orden de importancia, esto es, después de la promoción de los derechos de sus agremiados, los avances en prestaciones y privilegios; después de atender los intereses del Estado, concretamente, en la formulación de halagos públicos, del sindicato para éste, más o menos disparatados e hiperbólicos, o en la canalización de votos. Y cuando se llega, por fin, a ocuparse del servicio, pues es muy poco, acaso nada lo que queda por negociar, porque la direccionalidad, el margen operativo de cualquiera de estas empresas esta precedido, insisto, por una serie de cochupos, y pactos políticos. El problema, en el caso de LFC, es que nunca supieron congraciarse Estado y sindicato y, entonces sí, se arma el alboroto: por supuesto que supone un significativo ahorro fiscal la desaparición de la compañía y de su sindicato, y por supuesto que la provisión de electricidad –sí, más que ineficiente en las manos de la ahora desaparecida compañía— por una sola empresa permitirá reducir el costo administrativo y el del servicio.
Como apuntes finales, quizá no solicitados, quisiera sólo hacer notar que el dinero del que disponen los sindicatos es – el que no procede de cuotas a sus agremiados— público. Siendo esto así, no debiera ser sino justa y legítima la exigencia de rendición de cuentas a los sindicatos, pues, volviendo a nuestro tema, no puede dejar de ocurrírseme que hay algo de tramposo en reprochar la inequidad y privilegios dentro de éstos si no se les hace antes sujetos obligados de transparencia.